Yo voy en tren
“A las seis en punto llegó al lugar indicado y no vio a nadie, espero unos minutos y de pronto, percibió que alguien le hacia señas con la mano. Se quedó con la boca abierta y en ese preciso instante un flechazo con la firma original de Cupido le partió el corazón como un queso. Lo que veían sus ojos no eran ni más ni menos que un churro atómico. (…)
- ¿A dónde me llevás?
Él la quedó mirando complacido. Su lado malo le gritaba con bombos y platillos: ¡Al teeeelo, al teeeelo!
-No sé, ¿querés comer algo?- respondió al fin (…)
-Si vos invitás- le dijo acompañando las palabras con un pestañeo sutil.
Él la miró de reojo, tragó saliva, se mordió los labios y se dio cuenta que estaba a punto de explotar. Al final, se dijo convencido: la dejo pasar y me corto las b…”
Enrique Santos Lavalle, poeta callejero. enriquesantoslavalle@yahoo.com.ar
Ayer no tenía ganas de arreglarme y me dio vergüenza caminar así por las calles de Recoleta, toda despeinada y transpirada, mientras al lado mío pasaban las mujeres “que trabajan de verdad”, con los ojos llenos de rimmel transparente y zapatitos tipo años 50.
Pero al final llegué a Constitución y me alegré de que muchas ahí compartamos la misma estética: las axilas sudorosas, jeans gastados, el pelo mal atado y las uñas, “una larga, una corta”, el esmalte saltado. Qué bueno que viajo en tren, pensé.
Hoy tenía que pasar por Top Video antes de ir para Capital y me tomé el 22 en Vicente López. Hay diferencia entre 60 centavos o colarse y un peso 35. Colectivo lleno y sin esperanza de asiento. Una mujer mayor sube en Bernal y le exige al chico que está adelante que se levante, que simplemente se levante. “¿Qué, es discapacitada?” le responde el chico. “Ya vas a llegar a viejo, si no te morís antes”, le arroja la viejecita. Inmediatamente todos los pasajeros empiezan a tomar partido por uno y otro en la discusión. Muchos apelan al chofer para que obligue al chico a donar el asiento. El chofer prefiere no participar del debate. La mujer mayor lo acusa también a él: “usted venía hablando con éste y eso no se puede hacer”. El buen señor que está al lado mío comenta con un tipo de mi edad “lo que pasa es que es un negro, es una raza inferior. La culpa de todo esto la tienen los piqueteros que cortaron no sé dónde. Habría que matarlos a todos”. Sí, dice el tipo de mi edad, y justo el colectivo dobla y por la calle cruza una pareja con un nene que para el tipo calificaban de “negros”. “¡Atropellálos a esos también!” dice. Si estuviera en el tren por lo menos podría cambiarme de vagón, pensé.
Ahora sube un vendedor ambulante, tan racista como mis compañeros de viaje. Él considera que todos los que están en el colectivo, por haber pagado el peso 35 tienen que comprarle sus almanaques del 2007 (¡si faltan mil meses para el 2007!). Al que no quiere aceptarle sostener el almanaque hasta que él lo considere le imparte un sermón o una maldición del tipo “Cómo se nota que nunca te faltó el trabajo”. Con cada uno se detiene y le dice algo. Finalmente termina diciendo que a él, en realidad, no le importa que le compren, lo único que le importa es que le acepten el almanaque.
Estamos llegando a Retiro y sube un señor que se presenta como “orador y poeta”. Justo ahora que se bajaron casi todos. Nos regala a cada uno su cuento “Acorralada” y nos pide 5 centavos para colaborar con la impresión. Muchos no le dan nada pero se guardan el cuento. Yo también me lo guardo pero le doy los 5 centavos.
Qué bueno que viajo en tren. Porque de tanto viajar empecé un romance con el boletero de la estación: yo le digo “ida y vuelta a Constitución”. “¿A Plaza?” me pregunta él (yo no digo “a Plaza” porque me da vergüenza, casi como la vergüenza que me da decir en Mc Donald’s “el combo tal” y digo “el menú de la promoción”). “Si”, le confirmo. Y entonces él me dice “Hasta mañana” mientras me da el boleto en la mano y aprovechamos para rozarnos los dedos.
- ¿A dónde me llevás?
Él la quedó mirando complacido. Su lado malo le gritaba con bombos y platillos: ¡Al teeeelo, al teeeelo!
-No sé, ¿querés comer algo?- respondió al fin (…)
-Si vos invitás- le dijo acompañando las palabras con un pestañeo sutil.
Él la miró de reojo, tragó saliva, se mordió los labios y se dio cuenta que estaba a punto de explotar. Al final, se dijo convencido: la dejo pasar y me corto las b…”
Enrique Santos Lavalle, poeta callejero. enriquesantoslavalle@yahoo.com.ar
Ayer no tenía ganas de arreglarme y me dio vergüenza caminar así por las calles de Recoleta, toda despeinada y transpirada, mientras al lado mío pasaban las mujeres “que trabajan de verdad”, con los ojos llenos de rimmel transparente y zapatitos tipo años 50.
Pero al final llegué a Constitución y me alegré de que muchas ahí compartamos la misma estética: las axilas sudorosas, jeans gastados, el pelo mal atado y las uñas, “una larga, una corta”, el esmalte saltado. Qué bueno que viajo en tren, pensé.
Hoy tenía que pasar por Top Video antes de ir para Capital y me tomé el 22 en Vicente López. Hay diferencia entre 60 centavos o colarse y un peso 35. Colectivo lleno y sin esperanza de asiento. Una mujer mayor sube en Bernal y le exige al chico que está adelante que se levante, que simplemente se levante. “¿Qué, es discapacitada?” le responde el chico. “Ya vas a llegar a viejo, si no te morís antes”, le arroja la viejecita. Inmediatamente todos los pasajeros empiezan a tomar partido por uno y otro en la discusión. Muchos apelan al chofer para que obligue al chico a donar el asiento. El chofer prefiere no participar del debate. La mujer mayor lo acusa también a él: “usted venía hablando con éste y eso no se puede hacer”. El buen señor que está al lado mío comenta con un tipo de mi edad “lo que pasa es que es un negro, es una raza inferior. La culpa de todo esto la tienen los piqueteros que cortaron no sé dónde. Habría que matarlos a todos”. Sí, dice el tipo de mi edad, y justo el colectivo dobla y por la calle cruza una pareja con un nene que para el tipo calificaban de “negros”. “¡Atropellálos a esos también!” dice. Si estuviera en el tren por lo menos podría cambiarme de vagón, pensé.
Ahora sube un vendedor ambulante, tan racista como mis compañeros de viaje. Él considera que todos los que están en el colectivo, por haber pagado el peso 35 tienen que comprarle sus almanaques del 2007 (¡si faltan mil meses para el 2007!). Al que no quiere aceptarle sostener el almanaque hasta que él lo considere le imparte un sermón o una maldición del tipo “Cómo se nota que nunca te faltó el trabajo”. Con cada uno se detiene y le dice algo. Finalmente termina diciendo que a él, en realidad, no le importa que le compren, lo único que le importa es que le acepten el almanaque.
Estamos llegando a Retiro y sube un señor que se presenta como “orador y poeta”. Justo ahora que se bajaron casi todos. Nos regala a cada uno su cuento “Acorralada” y nos pide 5 centavos para colaborar con la impresión. Muchos no le dan nada pero se guardan el cuento. Yo también me lo guardo pero le doy los 5 centavos.
Qué bueno que viajo en tren. Porque de tanto viajar empecé un romance con el boletero de la estación: yo le digo “ida y vuelta a Constitución”. “¿A Plaza?” me pregunta él (yo no digo “a Plaza” porque me da vergüenza, casi como la vergüenza que me da decir en Mc Donald’s “el combo tal” y digo “el menú de la promoción”). “Si”, le confirmo. Y entonces él me dice “Hasta mañana” mientras me da el boleto en la mano y aprovechamos para rozarnos los dedos.